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En El Cairo cosmopolita de los años veinte del siglo pasado, auténtico crisol donde el viajero curioso podía pasar de la deslumbrante riqueza de los palacios islámicos a las míseras callejuelas de los barrios populares, emerge la singular figura de Ahmed Hassanein Bey.
Descendiente de una familia de la aristocracia egipcia, educado en Inglaterra, empresario de éxito y político experto, Ahmed fue, además, uno de los más avezados exploradores del “sahara”, un auténtico príncipe del desierto a quien debemos el descubrimiento de las pinturas rupestres de los oasis perdidos de Libia.
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